Es conocido por el Comité
Invisible, a rebufo de Deleuze, que la existencia, los flujos, las
potencialidades y demás fuerzas conforman no solo uno, sino muchos mundos. El
capitalismo se podría definir como un vacío que infecta cada uno de estos
mundos y sirve como mediador entre estos. Esferas que se rozan, que se tocan,
que se yuxtaponen, conforman lo que vemos: un collage poderoso.
El mundo, desde la etología de
Deleuze y Guattari, refiere a esa maquinaria deseante que se empalma, se
conecta y transfiere flujos de aquí para allí siguiendo cierta estructura
simbólica e imaginaria. Concebido así el mundo, ¿cuál es nuestro encuentro con
éste? Si tomamos en consideración lo que señala Lacan sobre la inexistencia del
Otro, podemos sentir que no hay nada escrito, que no hay leyes sino
representantes, que no hay hijos más que los nombrados, que ni siquiera La
Familia escapa de un origen mítico (¿cuándo empieza la familia a serlo? ¿no hay
otras formas de hablar? ¿otras laminillas, acompañantes fóbicos o significantes
vacíos?). Si Dostoievski escribió en Los hermanos Karamazov que si Dios
no existe todo está permitido, aquí no vamos a darle la vuelta como el querido
Žižek, sino que vamos a volver sobre la primera frase y ahondar en el plano
existencial intentando cavilar una respuesta a ese encuentro.
No hay Otro, Dios no existe, todo
está permitido. Derrida decía que Dios dejará de existir cuando se deje de
nombrarle. ¿A quién ponemos en su lugar? Hemos puesto la felicidad, el
reconocimiento, a un otro, lo femenino, la virilidad, el dinero, etc. ¿Ocultan
algo estas figuras? Camuflan con su veleidad una dolencia común, incluso
específica. Lo que sí confiera asimismo es la fuerza del particularismo. My
way decía Sinatra. ¿Pero es my way cuando es compartido por cientos
de personas en el mundo? Esta fuerza del particularismo permite permear una
ficción personal. Una felicidad propia, un reconocimiento propio. Ése, no
aquel. Pero, ¿si Dios no existe y todo está permitido, qué hago sumándome a
esa marea? ¿Sienten como yo ese mismo sentimiento oceánico? La
soledad de lo personal nace de la ficcionalización de la existencia tras las
pistas intuidas de una verdad que no cesa de escapar, de sobrevivirnos.
El mundo, con todo esto, es
precisamente aquel que, cual collage, se halla dotando de sentido y
organización nuestras maquinarias. Como si un sueño maquinado Lynch o
Cronenberg se tratara, la pulsión se viste para cada ocasión para satisfacerse.
Tal vez lloremos, tal vez riamos, pero así está escrito en el código de la máquina.
Código de serie, código personal, código pesado, código de colores, código
de notas musicales. ¿Qué Otro teniente dices tener? ¿Has probado escribir
en los márgenes?
Hay una intuición que no ceso de
captar: da igual lo que haga, no está allí. Tal vez el problema no consista en
no hallar nada sino en preguntarse porqué se sigue incidiendo allí donde no.
Volver una y otra vez sobre los
mismos pasos para, one more time, nein.
Los mundos de los que hablé al
principio de este escrito son aquellos que, aun personalizados, cargamos allá
donde vamos. ¿Lo sientes tu también verdad? Este peso de un actuar compulsivo.
Una serie de repeticiones que han habituado nuestro quehacer diario mientras
sobre estos mismos se sostienen otras repeticiones. Los ricos nos vienen
jodiendo desde hace 2500 años aproximadamente, me dijo un materialista
histórico. Esta división es falsa, ya todos compartían el mismo mundo. Los
únicos límites son los que la lógica abductiva se encarga de señalar. Las vetas
en tu verdad desvelan la falsedad de tus pasos.
Todo el día sacrificándoos.
¿Acaso alguien ha recabado en lo que supone la palabra “sacrificio”? Con el
paso del tiempo las palabras han ido perdiendo su fuelle, ahora requieren de
más palabras. Información incompleta. Hay campos obligatorios para
rellenar en esos formularios. Unos mínimos para las máximas comunicacionales de
nuestra época. Sigue sin haber Otro, pero pareciera haber una gramática que
insiste. Unas palabras, insisten.
Dios, Otro…
Los mundos funcionan por
representación. Es decir, no habría mundo, ni mundos, si no hubiese una cierta
sensación de plenitud. ¿Qué la otorga? La ficción. La verdad es inalcanzable.
Esa pureza es eterna. Los conocimientos sintéticos a priori son una cosa
imposible. Como la verdad. Pero aún así hay gente que dice tenerla, aunque solo
tenga la razón. ¿Y los demás, qué tenemos si alguien se quedó con la razón? Los
restos de su mundo. Jugamos a citarles, nosotros los investigadores, los nuevos
eruditos, los tête de crapaud. Hemos depositado allí la verdad, en
aquella ficción, en aquel que fue dejando rastros, pedazos de ficción, mientras
perseguía su verdad.
La cosa cambia dependiendo de la perspectiva. Veamos un ejemplo:
¿Nuestra vida se ubicaría en la franja que va desde lo verde a lo negro? ¿Se darían cuenta de dónde empieza la ficción, la mentira? ¿Qué función tiene la mentira diferente de la ficción? Si la verdad de la mentira es ocultar, la verdad de la ficción es una propia del pesimista. La intuición manifiesta cruda una existencia. La ficción la hace asible, moldeable, maleable, plástica. Pero no somos eternos, no podemos más que sentirlo. La intuición tiene una duración por esta facultad nuestra de lo intelectivo. ¿Qué es pues la verdad? Una ficción durable. Esa franja de ahí.
¿Qué hacemos pues en los
márgenes? ¿Repudiar la verdad? ¿Renegar de nuestras intuiciones? Los márgenes
es donde todo está dado vuelta. Lo que la verdad parecía un fin se torna medio.
Donde lo deseado se torna terrorífico. Donde lo hecho por uno pareciera realizado
por un autómata. Allí donde el ruido de las máquinas de fluidos no paran de
succionar y expulsar. Donde los científicos trafican sus fisicalismos por
metafísicas fake o los conductistas sus psicologismos por ontologías
existenciales. ¿Y los filósofos? Los traficantes. Thomas Kuhn decía que cuando
los paradigmas científicos colapsaban los que los sostenían, desempolvándose
tras el derrumbe, consultaban la filosofía. Lo mismo pasa con la filosofía,
cosa que podemos contrastar con la perversión de la misma como disciplina
científica.
Pasemos a otra perspectiva.
La línea que sigue esta ficcionalización de la verdad es, de
algún modo, consciente de su perecer. Su fecha de vencimiento no está explicita
sino más bien en la imagen que sostiene la ilusión de verdad. Ya sea la certeza
de los científicos, la verdad de los filósofos, la extinción de los suicidas,
etc., guía los pasos. Pasos consentidos. La verdad, nuevamente, sigue
sin ser alcanzada, pero permite construir un mundo acorde con los cambios que
acontecen. “¿Dónde está la certeza de las leyes naturales?” pregunta el físico.
“¿Cómo es esta verdad que acaece?” pregunta el filósofo. “¿Dónde el revólver?”
pregunta el suicida. Lo que se busca es darle consistencia a lo inconsistente.
Mientras en la anterior figura lo inconsistente se presenta consistente a
fuerza de renegación y el juego estricto de la ley.
Cierto es que puede llegar a ser divertido, pero mortal. Las
cárceles, los psiquiátricos, los arrinconamientos imaginarios, los grupos de
presión o lobbies, la fuerza de los superfluos, etc., no hace más que reforzar
un amor imposible con el poder. El poder pareciera atrincherarse en las falsas
faldas de la verdad. Un cetro con diamantes es la representación de un
combustible. La materialización de un objetivo puro: el combustible. El
problema reside justamente no solo en que la característica del diamante como
combustible no aparezca y toda su tradición colonial, sino precisamente que su
uso participe de cierto ahistoricismo. El cetro [falogocentrismo] pareciera
preformar siempre una monstruosidad subyugada, que bien puede ser la verdad,
como una la misma naturaleza o la mujer. Aquello que se presenta siempre como
excesivo, incómodo, molesto, etc. Frente a esta descripción de lo imposible lo reactivo
solo puede pensar la dialéctica. La concepción de la amenaza, el furor
de la batalla, guardardo bajo llave, se somete lo inconexo al sacrificio.
Nuevamente, Dios, el Otro.
El cetro, como representación de lo combustible, se obtura
cual laminilla, un objeto de paso, un acompañante fóbico. El Rey Lear clavando
sus uñas, tanto en corona como cetro, hasta sangrar. Como aquel palabro de
Preciado petrosexoracial que, a pesar de sonar como cáscaras
conceptuales transnacionales y summon up de teoría colonial y
poscolonial, intenta plasmar un mundis cuya prefiguración es la del petróleo,
la discriminación por género y el racismo como significante vacío. Próxima esta
seña a la reseña de Ignacio Castro Rey a dicho texto en Voz Populi.
Lo curioso de los mundos es que su consistencia pasa por
regímenes de atención y acción. Se busca capturar (o capturarse) en una
pantalla concreta (ya sea el infinite scrolling, vídeos o videojuegos). En este
ejercicio suceden dos cosas: la atención se ve alienada, en mayor o menor
medida, por este dispositivo; la acción a su vez queda restringida a meros
actos circulatorios, maquinales. Lo curioso es que esto, a pesar de ser algo
peyorativo, no lo es en absoluto. El problema reside en la capacidad de
recapacitación sobre la intencionalidad y su génesis intuitiva. Dicho con otras
palabras, ¿para qué estás haciendo esto?
Ahora mismo, me hallo escribiendo en mi portátil. El
movimiento de mis dedos sobre el teclado accionando cada una de las teclas con
una precisión que ni siquiera yo puedo explicar más que ficcionalizando, es un
gesto mecánico conforme a la lógica del aparato, del dispositivo. El mismo dispone
para mi esta posibilidad y su acceso: escribir.
Otro dispositivo podría ser la misma gramática que empleo
para poder dar cuenta de lo que acontece en mi pensar. Este discurrir de
palabras cargadas no son escogidas de forma aleatoria, sino que dan cuenta de
una lógica mía que bien podría considerarse el estilo.
No dejan de ser lugares de captura, pero al mismo tiempo de
producción. Algo semejante sucede con las IA’s. Estas procesan información,
pero el sentido genético de todo uso que se le dé a las IA’s dependerá de la
claridad de nuestra demanda (siendo nosotros el destino). Se podría
resumir esta cuestión con el mero recabar en el uso que se le dé a los
dispositivos, pero la cuestión es más compleja que un simple heideggerismo.
¿Qué nos ha llevado a esa herramienta? ¿Qué puede esa herramienta? ¿Qué
proyecta esa herramienta? La misma herramienta dispone. Contiene en su forma
las potencialidades que pueden devenir acto. ¿Qué es sino el acto de creación?
La manifestación de una diferencia. ¿Qué implica esta diferencia? La caída de
la herramienta en el campo inmanente, es decir, aquellos usos que aún no
han sido tomados pero que se hallan en potencia. Pero aun hay más. La cuestión
no se trata, como dijimos del uso sino de la prefiguración intencional
que tomó aquel dispositivo como medio para un fin. La posibilidad de proyectar
un horizonte más allá de la herramienta supone la negación parcial de la misma.
Su descomposición necesaria para suplir la demanda, la intención primera.
Es por ello que las herramientas, a priori, contienen
en sí inhibidores imaginarios, ya que la misma proyecta con su volumen y su
forma una serie de determinaciones de las cuales es difícil despegarse.
¿Qué pasa en nuestra cotidianeidad? ¿Porqué resulta
complicado imaginarse una realidad alternativa a la que propone el capitalismo?
Precisamente porque la tecnología ya contiene en sí cierta premonición,
pre-visión. La versatilidad de los objetos, de las herramientas, de los
dispositivos, dependerá de la capacidad xenótica con la que tomarlos.
Esta capacidad xenótica refiere justamente en una búsqueda de la verdad que se
halla más allá de las ficcionalizaciones contemporáneas. De los mundos que
performamos y, aunque obtusamente, representamos.
El colapso, como señala el título, puede ser salvífico o,
por contra, condenatorio. Puede colapsar algo y dejarnos atrapados de por vida,
y, desde las ruinas, dar forma a algo nuevo. Volviendo a Kuhn en La
estructura de las revoluciones científicas, ya sea a la filosofía o a la
ciencia que se les acabe el fuelle, la existencia tendría que ser la salida, no
mirar los desvaríos de uno y otro. Esta desvinculación con lo que está pasando,
con las condiciones políticas que vivimos (científicos y filósofos por igual)
arrasa con todo. Podemos sumarnos a este aceleracionismo por la vía de la
renegación propia de la endogamia académica y disciplinar posfordista
(paperización y competición curricular) o, por otro lado, hacerlo desde la
vertiente existencial (que no existencialista).
Pero, ¿esto significaría reconectar, revincular, reunir la
reflexión con lo social? ¿Supondría esto dejar de lado paulatinamente esa
endogamia y sustituirla por otra cosa como es lo existencial? ¿En qué
consiste lo existencial? Sobre la endogamia hemos escrito mucho y se viene
escribiendo mucho. Las ramificaciones arrolladoras y las derivas acéfalas y
destructivas que se vienen sucediendo desde el plan Boloña hasta la actual
LOMLOE nos llevan a los que nos hallamos en las universidades traicionando
nuestro espíritu por la contaminación que ha venido padeciendo el término “universidad”.
En lugar de hacer del mismo un lugar de acogida y de retorno a lo social (ya
que se sustenta mayormente con fondos públicos y, en determinadas ocasiones,
por inyecciones del sector privado) el taylorismo al que se destina a los
docentes e investigadores cuartea el mismo propósito del que parte focalizando la
producción de saberes en su acumulación y privatización hasta el punto de girar
sobre un vacío de hiperproductividad sin horizonte. Es como una IA en piloto automático
cuyo prompt es el de “crear artículos científicos publicables siguiendo
unas coordenadas específicas”. ¡Ah! Y “citaciones según la guía APA, sin
olvidarte de citar a otras IA’s de impacto”.
Al final volvemos a lo que señalamos más arriba. Esa bestia
que se devora el ombligo acabará consigo misma desvelando así su verdadero
propósito. Cuando la pulsión de muerte se hace tan evidente es momento de
pensar otra cosa. La caída de la ilusión, la fantasía que velaba con su
fascinación, esa ágalma oculta entre sus tejidos, sus ropajes, nos deja
ver el horizonte de ese mundo que nació, efectivamente, para morir.
Desprendernos de este Born to die es lo que nos
permite concebir la vida desde su vertiente existencial (que no
existencialista). Lo existencial supone un arduo trabajo. Una constante
afinación de la escucha y de su posterior nominalización. Sin esta escucha ni la
capacidad de traducción franca, hablando más allá del bien y el mal, no
hablamos más que para morir. Despegarnos del fatalismo que contribuye al Pessimism®
que se vende en medios de televisión y comunicación como una masa pegajosa
tristona que bien podría sostenerse como una perversión del concepto freudiano de
principio de realidad[1],
supone la entrada en lo existencial. No es cuestión de asumir que “las cosas
son como son” y de ahí extraer esta vertiente del pesimismo nihilista, sino justamente
acceder a un plano que permite diferenciarse de aquel que señala todo el rato
que el mundo ha de ser A=A.
Si antes hablábamos de la posibilidad de dotarnos de un
mundo y de converger con los demás de diferentes formas y modulaciones,
perspectivas y acciones, conviene recabar en el reconocimiento de que el decir
que A=A no es más que un mecanismo de dotación de consistencia a lo
inconsistente. Esto nos llevaría a la primera figura en el que la verdad se
halla en el centro y nos movemos constantemente en esa franja que va de lo
negro a lo verde. En cambio, si nos movemos en la segunda figura, la verdad
como imposible que motiva la búsqueda tiene la posibilidad de aprender de lo
poco que extrae. Pensar en los márgenes depende sobremanera del lugar que
ocupen con respecto a la verdad, dónde se pose en nuestro día a día. Atenerse a
ella es doloroso, pero hará que la vida auténtica, propia, comience a emerger.
De ahí que sea relevante, ante la situación actual, no solo construir
un mundo sino creer en él. El pensamiento y la intuición no se encontrarán en
muchas ocasiones. Armarse con la posibilidad de la contra-intuición será
primordial. Cortar el flujo del sentido y su repetición significante
introduciendo esquicias puede propiciar la emergencia de una esquirla de lo
real que siempre estuvo ahí y se nos pasó desapercibida por la fuerza del
sacrificio.
La sorda intuición, aplanada por circuitos de serotonina y
saberes-prácticos tornan lo existencial en un infierno sedado. Podemos disfrutar
de nuestra destrucción. Lo triste es que ese supuesto placer por la destrucción,
ese Appetite for destruction, no es sadomasoquista, al menos no como lo
entienden Lacan y Deleuze. Todo ese manojo de tensiones que se dan entre uno y
el Otro, esas resistencias y subversiones que posibilitan nuevas formas de
subjetivación, no son más que un simulacro. Una especie de hedonia nihilista se
ha esparcido por toda la práctica cual gas de la risa. Es como el consumo de
drogas. Su uso es o bien anestésico o bien recreativo. El erotismo batailleano
se reduce a ciertos placeres por los prohibido, por lo gore y lo desaforado. La
intuición a la que le presta atención el erotismo es aquella que va más allá de
la ley. Esta, al igual que el sadomasoquismo, son formas de exploración de lo
existencial. Hay una trasgresión necesaria debido a una búsqueda de la verdad.
Y en ese mismo tránsito “chungo” lo relevante no es llegar a la verdad sino
seguir buscándola allí donde se la intuye y el modo que extraemos de la misma (ya
sea la violación de las normas establecidas (Bataille) o la reducción al absurdo
y apertura de la génesis del mandato (Deleuze, Lacan)).
Todo acto erótico, siguiendo a Bataille, busca la muerte. El
sadomasoquismo no es más que una forma más del erotismo, mediante el cual
manifestar de forma extrema lo mortífero del deseo. Esto es precisamente lo que
venimos a señalar cuando hablamos del doloroso camino que supone la escucha y
nominalización: la exploración del deseo hasta sus consecuencias mortíferas.
¿No es acaso la parresia propuesta por Foucault en El gobierno de sí y
de los otros una forma mediante la cual hablar honestamente teniendo como
consecuencias poner en peligro la propia vida? ¿No es acaso lo que algunos
periodistas se atreven a realizar con sus columnas críticas?
Da la sensación de que volvemos al Anti-Edipo de
Deleuze y Guattari. ¿No es acaso la exploración por las líneas de fuga lo que
conviene transitar con prudencia? El ejercicio infinito de reducción al absurdo
acompañado de una fuerte presencia de lógica abductiva torna la certeza en algo
sumamente plástico permitiendo desvelar aquel Pessimism® como mera
herramienta inhibidora y despolitizadora en lugar de evocarnos al pesimismo
como captación de la muerte en todo proceso productivo.
Muerte, verdad…
Cambiando los términos hay algo que se repite, pero de
diferente forma. La fuerza pareciera reconstituirse. Los pies ya no están sobre
la superficie de un desterramiento edénico. La muerte se ha recuperado del
secuestro mítico por lo ajeno. Lo propio de la existencia toma un cariz distinto.
Pensar en los márgenes no pareciera tornarse una tarea colosal sino vital. No
se trata aquí de establecer una dialéctica, de alcanzar cierto grado de razón
especulativa superior ni eternizarse mediante sacrificios, sino que cierta nominalización
resuene en las concavidades de lo intuido. ¿Qué son estas concavidades? Es el
vacío sonoro que resta tras una afirmación que cae. La casquería imaginaria que
sorprende por su repentina aparición violenta. Una aseveración que pareciera
clarificar la Stimmung del momento. Es, precisamente, aquello que se
escapa al fantasma. Son los tentáculos que emergen entre la tela de la pantalla
de cine. “Me asusta lo que puedo llegar a imaginar”. Por ahí. Por ahí.
La muerte retorna a su lugar de origen, del que nunca se
marchó. Pero, como suele pasar, se le da vueltas hasta que algo parece ser diferente
en esa repetición. La sensación que torna lo otro en lo mismo tiñe con su
ilusión una consistencia en lo permanente prorrogable hasta el fin de los
tiempos. Devolver la muerte a su sitio supone por otro lado reconocerse como
aquel que Walk with fire. El poder destructivo del que un es capaz. ¿Qué
es sino, sumando el resto de ejemplos, el filosofar a martillazos de Nietzsche?
¿No es acaso una vida que pasa desapercibida, ensordecida, pero que resiste aun
estando drogada, secuestrada, vilipendiada? ¿No es precisamente esa a de
la que hablaba Lacan? ¿No es la vida ese resto que queda tras el arrollamiento
de un fantasma ejercitante? ¿No es ahí, en esa a, a lo que hemos
reducido el potencial mortífero de nuestra fuerza?
Tal vez, el único acceso a esa a sea a través de los
márgenes. Los márgenes de un mundo que avanza hacia arriba. Hacia la Luna,
hacia Marte, hasta la última planta, hasta el puesto más elevado, hasta la
clasificación más alta, hasta el más alto placer… Mientras abajo sigue siendo el
lugar en el que lo que se entromete en dicha carrera hacia arriba cae. El
repositorio de lo inasumible, de lo prescindible, de lo marginal. No hemos
dejado, después de nosécuántotiempo, de ser hijos de Cristo. Dios no
sabemos dónde está, pero sí su representante: ahí arriba, en la cruz.
La tendencia a la elevación, la trascendencia, incluso el übermensch
de Nietzsche se ha visto atrofiado por esta necesidad de subir algo. Por
ello prefiero el infrahombre como lo emplea Bataille o Der Untermensch
como empleaban los nazis para llamar a los gitanos, negros, judíos, eslavos
y todos aquellos que no entraban en la fantasía morbosa de tornarse Cristo. No
seremos más que aquellos que ven desde abajo a Cristo en la cruz para recordar
algo que ni siquiera existe, más que fruto del uso de las palabras.
Por ello, como he venido considerando en esta travesía, dotarse
de un mundo y creer en él supone incluir en el mismo la muerte propia que no
hemos más que desechado. Ello implica restaurar la fuerza del acto creativo.
Cada repetición lleva inscrita la marca de la diferencia. Lo inconsistente se
halla en cada ilusión consistente. Toda esa violencia proveniente de la ya
vieja mentira veraz de la que hablaba Platón al referirse a la materia propongo
encauzarla en la intuición prudente. El acto de creación no ha de dejar
de querer inscribirse. Y este actuar supone arriesgar el habla. ¿Dónde se te
esconde la verdad? ¿Dónde creíste que lo hacía? ¿No tendrá miedo de nosotros?
¿No será esta relación y su modo una forma de alertarnos de que algo está perdiendo
fuerza? ¿No se estará transvasando esta hacia otra cosa?
Lo curioso es que lo que hay no termina nunca de definirse,
siempre requiere una y otra vez tornase sólido. Un líquido que no para de moverse.
Cómo vivimos ese movimiento, cómo buscamos pararlo, cómo avivarlo, matarlo
incluso. Si aquello lo quieren ver desde abajo que lo hagan. Algunos de nosotros
preferimos otra cosa antes que eso. Su muerte no es la nuestra. Su
altura, no es la nuestra. Su representación, no la nuestra. Vivir citando es
morir de amor.
Concluyo aquí, el primer camino hacia un mundo propio desde
los márgenes.
[1] No se trata de realizar una
oposición al del placer ni tampoco una estructura simbólica frente al imposible
de lo real sino más bien constituir el mundo desde el cultivo de una
apercepción fenoménica en el que la escucha y la nominalización estén presentes
y dispuestas para la intuición.
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