No suelo escribir una nota para fin de año. De hecho, solía pasarme las mañanas de este día pensando que haría a la noche, creando representaciones de lo que podría llegar a suceder o simplemente invadiendo mi cuerpo de memorias.
Tengo, por
así decirlo, memorias en la recamara. Hoy, esta mañana, me levanté sin pensarlo
mucho, pero sentía el cargador lleno. Presiento que una lágrima, por muy tímida
que se ahogue en mi lagrimal dará comienzo a un tenue río por mis mejillas.
Recuerdo y
me duele. Supongo que es normal. De hecho, de lo que se cura uno en
psicoanálisis es de la enfermedad de recordar. Pero esto es distinto. Atesoro
el amor que hubo en esos días. Añoro con cariño esas horas de preparativos, el
calor en pleno fin de año, las risas en otro idioma compartido y pensamientos
de otros comunes. Un poco de frío, pero nada más caliente que unas verduras
asadas en una parrilla china. Mezclas raras entre oriente y occidente que se
despliegan, gracias al amor, por cada uno de nuestros sentidos.
Flujos de
cariño, atención y diferencia incluidos en un paquete que se nadie pidió, pero
están encantados de recibir.
Año nuevo
llega en unas horas. Aún hace Sol. Acabo de plantar unas semillas. Pensé que,
tal vez, al albergar tanta potencia, requerirían mucha agua. Pero justo a
tiempo, prudente, aparté el agua. Tiendo a pensar que, de lo más pequeño e
insignificante, al enorme saldrá. De una mueca accidental surge un caramelo,
una cena, una cama desprovista de orden. Tal vez sean las ventajas de vivir una
realidad pesimista, cualquier minúsculo cambio, accidente, es recibido con los
brazos portentosos de una imaginación pulsional.
Echo de
menos no estar demás en mis recuerdos. Recordar aferra fuerte los lienzos en
los que uno no puede más que pintar por encima. Como un autómata que se detiene
y empieza a pintar lo que ya está seco, usando las líneas, los colores y los
signos que allí ya estaban para dar comienzo a algo obsceno, irrisorio, nuevo.
Hay que ser muy profesional en el arte de la visita museística para no acabar
mezclando lo arcaico con lo ultramoderno. Y yo, personalmente, no es que sea el
mejor en eso. Nivel usuario.
Hacer
recuento, por lo tanto, de lo pasado, no añade nada allí sino aquí. Es a los
vivientes, a nuestros estados actuales, a lo que se dirigen mis atrocidades
sobre lo mnémico.
Es a ti,
que estás leyendo esto, te añoro con cariño. Las cosas fueron, tal y como
supimos llevarlas. Los devenires, aún con sus márgenes, nos dieron la cancha
suficiente para mostrarnos el cariño que nunca nos faltó, aunque siempre
quisiéramos más. Sincrónica disincronía, una paradoja que se sostenía con los
bellos ratos de harmonía que tu y yo bien conocemos. Los absolutos sólo se
tocan. Jugadas masivas en las que todo el narcisismo perdía su esencia para
entregarse a un mero reflejo borroso de promesas silenciosas susurradas con
cada caricia del viento de tus ojos al dedicarme un paisaje del que únicamente
capto el eco de su ser diáfano. Vehemencia por una estupidez que no es más que
efecto residual de una insatisfacción y miles de años de evolución que pasan
factura. Como un Haiku desordenado los días se dividían en tres: elevación,
estabilidad y descenso. Tres notas, tres acordes vacíos sobre los que coordinar
nuestra sordera y buena vista. Juncos de bambú en mitad de un bosque europeo.
Restos de Stonehenge en un tanque de koi.
Al
auspicio de una red de traficantes de sueños recuerdo lo poco que mis
creaciones me permiten. Me llegan risas, planes, andares y pesares. Las cosas
caminan y nosotros con ellas. La verdad era demasiado importante para el mero
pasar una tarde frente al lago. De largo pasé, seguramente, por encima de lo
concreto y singular. No puedo más que universalizar, pero ya me va bien.
Tampoco
pensé en alargar esto más, allá. Sabéis quienes sois. Lo mejor, como siempre,
de la chispa de habernos conocido y los despliegues masivos de nuestras
entrecruzadas constelaciones. Un cálido y cercano, aún a la distancia, estar
ahí.
Hasta
pronto recuerdos de estos fines de año.
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